jueves, 5 de enero de 2017

Equívocos para matar la nostalgia

El derecho es incapaz de legislar los placeres de ciertas comidas y las
constituciones no pueden ordenar la fervorosa creencia en determinados
santos; en resumen, el poder no puede crear la cultura.
Richard Sennett.
Mar de Chica
Hace mucho tiempo pasamos del famoso punto de no retorno, ese que Yuri Gagarin no supo distinguir a pesar de su primicia cosmonáutica. Quizás su mentalidad cambió después de la circunvalación al globo terráqueo. Quizás ya nunca fue el mismo. Quizás nunca fue él mismo. Hace mucho tiempo no hay manera de aterrizar esta nave gongorina y gagariana.
Extrañar es reconocer que aquello que conocíamos, ya no nos resulta familiar. Es más un aferramiento a un cliché que una aseveración de lo conocido. Sólo cuando los detalles hacen mella en uno, es que se puede hablar de verdadera nostalgia.
Sencillamente, más que el saco del hombre del saco con el que nos amenazaban de niños, se trata de un sombrero de mago, esa oquedad vaginal de la que puede extraerse un conejo o donde también puede extraviarse un conejo. Que el mago introduzca su mano en el sombrero para crear la ilusión de que puede traer una cobaya de la nada es, al mismo tiempo y aunque pase inadvertido, crear la certeza de que podemos perder la herramienta que alguna vez nos hizo hombres, la que antes nos distinguió entre los homínidos y ahora nos distingue entre los imbéciles por el pesimismo con que asimos y asumimos nuestra realidad. Al mono no le hizo falta la magia para convertirse en hombre, sólo una necesidad elemental. En cambio al hombre sólo le hace falta una necesidad elemental para seguir siendo un mono elemental.
Al mono no le hizo falta la magia para convertirse en hombre, sólo una necesidad elemental. En cambio al hombre sólo le hace falta una necesidad elemental para seguir siendo un mono elemental.
Hay un gran abismo entre narrar las nuevas experiencias de la vida en el más allá del exilio y las antiguas en el más acá del insilio. Hay un gran abismo entre lo convencional de una felicitación por un día convencional y lo convencional de hacer convencional lo no convencional. Doquier hay convencionalismos. Adaptarse a los nuevos es mucho menos convencional que aferrarse a los antiguos, léase Día Internacional de cualquier cosa, onomásticos o fechas patrias.
Uno no se lleva la historia convencional consigo. La arrastra para no morir de cáncer genital. Nadie que se ha marchado puede aconsejar “no te marches” ni sugerir “márchate”. El que se marcha es un mutante, una quimera distópica, un animal paleolítico con ínfulas de prócer o de profeta, lo mismo da. Algunos son equívocos y se equivocan de medio a medio por su empeño en sobrevivir en manuales y notas a pie de página. Otros lo hacen en monumentos que hay que mantener limpios de las cagadas de palomas y gorriones. No creo para nada en esa iluminación espiritual que significa la casualidad de una paloma, símbolo de paz (¡puaf!), que aterriza sobre un hombro verde olivo y panegírico. Por defecto, no creo para nada en los símbolos por mucho que signifiquen o iluminen. A diario estamos creando y asesinando símbolos, desde el momento en que rompemos un plato hasta el momento en que esperamos el cuño de una visa, pasando por el estertor entre los dedos de los billetes que nos envían por la Western Union, y por el conteo de la minucia que heredamos o de la inmundicia que acusamos.
No creo para nada en esa iluminación espiritual que significa la casualidad de una paloma, símbolo de paz (¡puaf!), que aterriza sobre un hombro verde olivo y panegírico.
Extrañar es confinar o proscribir. No extrañamos a las personas sino a las circunstancias. Si extrañáramos a las personas, jamás partiríamos a ninguna parte. La humanidad se extinguiría por simpatía y no por convencionales antipatías. Fuéramos árboles de tronco milenario esperando el próximo mono que decidiera desgajarse de su animalidad. Nadie quiere a su lado a la persona que dejó atrás sino a la circunstancia común que esa persona le transmite, sea en la presencia fugaz de una visita, sea en la fugaz ausencia de recuerdos. Los viejos no pierden la memoria por viejos. Es la memoria la que pierde a los viejos cuando estos comienzan a pretender saberlo todo por haber vivido un poco más la distancia entre la concepción y la penúltima ocasión de cualquier finalidad.
No le hacemos ningún favor a la persona que decimos extrañar. Todo lo contrario. La estamos colgando de una clavija y enmarcando en una estampa de santo o de demonio, en un recuadro de retablo, en la página arrancada de un folleto, en un recorte de noticia, en una cita emperifollada de cursivas. Desde lontananza, dicen, se ven mejor las cosas que no se descubren en la miopía del face to face. Tal razón fuera digna de crédito si se tuviera en cuenta la relatividad de las distancias. Mas, siempre enfatizamos el carácter absoluto de la latitud (y laxitud) de nuestro horizonte. Y es entonces cuando decimos extrañar.
Quien extraña de verdad no anda perdido entre búsquedas y hallazgos paliativos, no discrepa, no deshace diferencias ni rehace distinciones, no se aturde con semejanzas, no se abruma ni se aferra ni se destierra. Sea cual sea el lugar a donde escapemos, siempre vamos a morir a un paso de la Tierra Prometida, lo cual no es el sinsentido de viajar sino el sinsentido de permanecer.
He aquí la extraña belleza del mundo donde vivo, aunque a otros le pese por equívocos.