jueves, 2 de marzo de 2017

Juanqui

-Primera parte-

Hay dos caminos para hablar de la confianza en los hombres:
el primero, ir confiando en todo el mundo y salir herido
y el segundo, no confiar en nadie y salir herido también.
Yo escojo el primero porque nos da la oportunidad de dar…
Juan Francisco Pulido.*
Mensaje enviado a su padre el 17 de noviembre de 2000.
Juan Francisco Pulido
Y con el tiempo, la muerte… Llega la muerte y danzamos junto a ella. Alguien muere, y nuestro dolor se convierte en un homenaje a lo inexplicable. Sublimamos la ignorancia, y nos enrolamos en un cuerpo a cuerpo con ese fantasma que es el miedo puntual, tan puntual como puede serlo un granillo derivado de la incompetencia de la pubertad. Todo lo que sucede nos refleja. El dolor compartido es, en última instancia, dolor y miedo propios. Y eso es a un tiempo nuestra ventaja y nuestra desventaja.
La vida luce situaciones límite en las cuales parece que algún espíritu burlón nos ha colocado en salva sea la parte, un embudo que agolpa en su gaznate los diez mil litros de titubeos que exigen una determinación drástica y única, tajante como si la vida entera dependiera de esa circunstancia apresurada. Me gustaría saber, precisamente, el límite de esa situación, la dependencia que hacemos de los momentos ápices que, sin proyectarlo, planificamos y deseamos pero nunca realizamos. Me pregunto hasta qué punto nos sentimos integrales con determinados sucesos sólo con el fin de aliviar por esa espita las tensiones acumuladas por la imprecisión del lenguaje, por ese afán de hacer reventar las nebulosas y los inconvenientes y, lo más terrible, por vivir de parásitos de la muerte.
Eso es lo que nos echa en cara la muerte de los amigos y la de los seres queridos: un cargo de conciencia, una miga atesorada que pesa y duele y es carcomida por las imposiciones.
Sí, viejo, somos parásitos de la muerte. La tememos, pero vivimos agonizando y agonizamos sin haber vivido lo esencial. Eso es lo que nos echa en cara la muerte de los amigos y la de los seres queridos: un cargo de conciencia, una miga atesorada que pesa y duele y es carcomida por las imposiciones. Somos parásitos de la muerte porque nos alimentamos de ella, la necesitamos para vivir, exigimos tenerla como referencia para todas nuestras mezquindades. Con ella justificamos los errores.
¿Para qué vivimos?, ¿por qué estamos aquí?, me preguntaba un amigo al comentar la noticia de tu muerte. Yo pensaba en él y pensaba en mí, pensaba en los vivos cercanos, lo suficientemente cercanos como para sentir el rasgado de mi carne si alguno de ellos se transformaba de pronto en un abismo. Nadie ha vivido de modo tan pleno que pueda decir que ha olvidado su propio ego en el sentido místico de la aceptación y la entrega absoluta. Nadie que le dedique tiempo a su persona puede librarse de enfrentar lo que se niega a enfrentar. El tiempo dedicado o no, la plegaria que asciende con fe o con desgano, el mayor o menor esfuerzo que hagamos por vivir la plenitud de un instante, no salvan en lo absoluto del temor y la apatía de lo desconocido.
Es difícil reconocer en una noche de insomnio que no todas las danzas que bailamos son rituales que merezcan el ardor. Sirven para enajenar, pero no para bebernos el caldo de cultivo de la contemplación. Y las peores danzas son las que bailamos en torno a las grandes incógnitas porque podemos definirlas a gusto de la pasión de turno. Entonces hablamos de necesidad y de límite… Somos parásitos de nuestras propias muertes diarias, de las pequeñas insatisfacciones cotidianas, de las miradas que nos hicieron romper el espejo el día que descubrimos el yerro de la proporción. Te lo digo por experiencia. Sabes de mis disputas con los arquetipos, algo muy consecuente en quien ha palpado de cerca la beatitud de un encorvamiento.
Es un mal ejercicio imponerse la aceptación tal y como la concebimos. La aceptación, me parece, debe llevar una carga de realismo suficiente como para evitar cualquier tipo de evasión. No es bueno diluir la realidad; los disolventes son muy caros y terminan engendrando una nueva disociación: la del convencimiento de la torpeza de volverlos a usar. Del mismo modo, hay historias que tienen demasiados capítulos o muy pocos redundantes, y esas historias giran en torno a una danza bien escogida que les sirve para deponer sus desechos.
Esa es la política del parásito: vivir de otros en todos los sentidos, vivir alimentándose de cotos y de conflictos fronterizos para justificar el bocadillo superfluo que debemos recitar en el momento preciso en el escenario preciso.
Y existe la situación límite que no obliga a nada, aunque lo pensemos y deseemos. Mientras más fronteriza vislumbremos una situación, deberíamos cuidar de concluir algo. Es una llamada de atención: has estado acumulando asuntos que han creado una costra en el alma, costra que más tarde o más temprano ahogará tu apetencia por la sonrisa. En tu auxilio vienen, desafortunadamente, los recuerdos, las limitaciones y las causas de las causas. En tu auxilio se apresuran los fantasmas de tu vida, los tuyos y los ajenos, a la par que lanzas a volar las frustraciones en cuanto adivinas un pretexto en los términos de otros.
Esa es la política del parásito: vivir de otros en todos los sentidos, vivir alimentándose de cotos y de conflictos fronterizos para justificar el bocadillo superfluo que debemos recitar en el momento preciso en el escenario preciso. Nada de improvisaciones que obliguen a los demás a improvisar. Y cuidado con admitir improvisaciones que nos obliguen a respirar la brisa de quedarnos sin palabras, mudos de asombro por la intrascendencia de cualquier puntualidad… Cuando alguien muere como tú, inesperadamente, lleno de planes y de futuro, entonces es justo que yo viva como se me antoje y siempre podré apelar a una lágrima cuando ese antojo amenace con desmantelar mis propios planes… porque todos gozamos de motivos más o menos idiosincrásicos para gimotear un poco.
Sin embargo, vivimos en la demarcación de la existencia, en una meta que guardamos en el bolsillo y desplegamos en cada arribo conveniente. El punto exacto de nuestra decisión puede estar provocado por un porrazo de las incógnitas genéricas, pero eso no significa que antaño no existiera. Siempre ha existido ese punto; es el punto de nuestra vida, la insignificancia de mirar al cielo en una noche estrellada y sentir la apretazón del culo, dicho sea en buen sentido figurado, y no la vida de calendario, no la vida antes de y después de, si es cierto que Dionisio el Exiguo trasplantó el año cero unos cuantos más allá de las confluencias astrales determinantes, sino nuestra vida completa, la que implica una sola decisión: vivir. Después se puede curiosear cómo, por qué, para qué y armar un buen reportaje sobre la visita de incógnito de un marciano. Por exigir precisión, por el engaño de la exactitud, por la importancia que predican, no son preguntas esenciales. Y por la maestría de la exposición y por el equilibrio entre el estilo y la desidia. Y por la intención o la falta de ella… ¿Quién podrá aseverar su intención desprejuiciada?...
¿Te das cuenta la cantidad de mierda que me ha hecho rumiar tu partida?

* Sobre quién fue Juan Francisco Pulido Martínez, Juanqui para la familia y los amigos, trata la segunda parte de este escrito.