lunes, 17 de abril de 2017

Los sastres de mi memoria

Ningún hombre puede tener el derecho de imponer a otro hombre
una obligación no escogida, un deber no recompensado
o un servicio involuntario.
Ayn Rand.
Sísifo el Sastre
Cuando era niño, en mi ciudad existían dos talleres para ajustar la ropa, uno para mujeres y otro para hombres donde vendían, además, sombreros y paraguas.
Más tarde, esos lugares dieron paso a otras empresas. Los sastres siguieron laborando en sus hogares, y las costureras lo mismo. Desde luego, era más frecuente encontrarse una costurera que entallara ropa de ambos sexos. Aparte de las milicianas y las comprometidas koljosianas, era difícil encontrarse una mujer que usara pantalones, dicho sea en el sentido de las prendas.
... no se puede decir que nuestra sociedad haya madurado durante este tiempo. Si lo ha hecho, ha sido a la manera de los plátanos burros; es decir, a base de artificios químicos los cuales, a su vez, están adulterados para sacarle el por mayor al por menor de la miseria. Este tipo de madurez se pudre rápidamente.
Pero no pretendo hacer una disertación sexista a partir de la ropa. Soy demasiado liberal para caer en esos agujeros a estas alturas de mi vida. Además, se ha visto de todo (y a conveniencia) en estos cincuenta y tantos años revolucionarios. Lo que no se ha retardado se ha espoleado, pero nunca siguiendo un ritmo sociológicamente natural. Por mucho que se cacaree, no se puede decir que nuestra sociedad haya madurado durante este tiempo. Si lo ha hecho, ha sido a la manera de los plátanos burros; es decir, a base de artificios químicos los cuales, a su vez, están adulterados para sacarle el por mayor al por menor de la miseria. Este tipo de madurez se pudre rápidamente.
Además de la escasez de ropa que obligaba a reciclar los trajes heredados de ancestros desconocidos, yo tenía una razón más apremiante para que me llevaran con el sastre: mi deformidad. Es bueno señalar que tal deformidad no era, en sus inicios, como la del famoso Vicino, duque de Orsini*. En mi caso se trataba de una diferencia milimétrica entre caderas, diferencia que si se atenía al pantalón, arrastraba una pata mientras la otra se quedaba corta. Con el tiempo, esa diferencia aumentó y las precisiones del sastre se convirtieron en una especie de ajuste ortopédico. Lo que no podía hacerse en los huesos, se hacía en las costuras de los pantalones y de las camisas pues, a la par de acortarse una pierna, se torcía la columna.
Nunca le di importancia a la labor del sastre. Al contrario, me acomplejaba. El hecho de tener que ir para que me midieran como ganado, me frustraba a más no poder y sentía vergüenza de entrar y salir de aquel recinto. Por ironías de la vida, ese lugar específico fue convertido posteriormente en una discoteca, el primer sitio donde se hicieron operativos para capturar jineteras y proxenetas, y donde apresaban marihuaneros y traficantes de dólares americanos cuando estuvieron penalizados. Y aún más: es el lugar encima del cual habité durante años. Si cuando era niño no dormía por los complejos que me despertaba aquel lugar, de joven no podía dormir por los truenos de los decibeles.
Ya pasaron los años en que los milímetros definían mi mentalidad. Los milímetros se convirtieron en centímetros, luego en prótesis y bastones, y más tarde en una silla de ruedas. En la actualidad existe un abismo entre el piso y mi andadura, pues las amputaciones no se andan con remilgos. Mientras tanto, los brazos se han ido torciendo, la columna resquebrajándose, la rigidez acentuándose, y la invalidez definitiva aproximándose.
También con el tiempo los modos cambiaron de moda y las modas cambiaron de modo. Hoy por hoy, resuelvo sin problemas con algunos pantalones cortos y anchas camisetas, y cuando el frío amenaza, pues un chándal, que aquí llaman mono, resuelve las desdichas de la pantorrilla sobreviviente sin que importe demasiado de qué manera el mono pinte sus gracias. La pata izquierda se remanga si está muy larga, y la derecha, que siempre lo estará, se dobla y se guarda el dobladillo en la cintura.
Ahora es que veo la importancia de ese hombre que metía la escuadra entre mis piernas para ajustar el tiro, y me clavaba un dedo en la cadera buscando no sé qué punto para medir hasta llegar al tobillo. Siempre me pareció tener dos estaturas: la ideal, la que tendría mi cuerpo si hubiese estado como Dios manda, y la real, la que tenía con toda mi anquilosis y mi encorvamiento. Olvidados los sastres de mi niñez, bromeaba con estas medidas en los hospitales cuando me preguntaban cuál era mi estatura para rellenar formularios de historias clínicas. Ninguna enfermera me demostró jamás la parsimonia de un sastre.
Quien haya vivido el amor al prójimo en forma de doctrina y como condición para decirse alguien, podrá estar satisfecho con sus medallas, si no están herrumbrosas, y con sus diplomas si no se los han comido las polillas de la madera y el desencanto, pero jamás podrá estar satisfecho consigo mismo.
Hoy en día, pensar en un sastre me invita a pensar en el valor del individuo, toda vez que se le da más importancia a lo genérico y se pierden los vestigios de lo que somos esencialmente en el absurdo colectivismo que han intentado disfrazar con altruismo. Quien haya vivido el amor al prójimo en forma de doctrina y como condición para decirse alguien, podrá estar satisfecho con sus medallas, si no están herrumbrosas, y con sus diplomas si no se los han comido las polillas de la madera y el desencanto, pero jamás podrá estar satisfecho consigo mismo. Ni siquiera se trata ya del hecho de haber sido comprado por un compromiso que su educación o su ingenuidad le embutieron junto con los pañales verdeolivos. Se trata, sobre todo, de una insatisfacción tan visceral que explicaría el alto índice de personas que andan cargando una bolsa con sus intestinos, como si la vía natural para el desagüe tuviera un cartel con la advertencia: Desvío. Cerrado por reparaciones.
Entonces, ¿dónde queda el sastre? En las viejas casas fueron sustituidos por las abuelas, pero las abuelas también pasaron pronto de moda, lo cual es una manera de decir que las sacaron de circulación. Constituían una amenaza. Entre costuras y alfileres, eran la memoria viva y silenciosa del pasado.
A nosotros, cubanos, nos destetaron en 1959, no importa la edad que tuviéramos entonces o la que tendríamos después. Nos quitaron la abuela, nos quitaron el sastre, y para colmo nos obligaron a uniformarnos para estudiar en primaria, en secundaria y en el preuniversitario. En la universidad no hacía falta: llegábamos con el pensamiento uniformado. La suerte estaba echada.
Nuestros padres se encargaron de recluir a las abuelas al rincón de las costuras y entregarnos atados de pies y manos a esa uniformidad, haciendo malabares entre la orfandad forzada y el paternalismo subsidiado. A su manera, los padres atenuaron nuestros centímetros de más o de menos entregándonos a ese lecho de Procusto que es el Estado, nos incorporaron a sus filas y nos dijeron: ¡Adelante, hijos, que Cuba premiará vuestro heroísmo! No teníamos corazón para reprochar algo así porque nos educaron en la ignorancia del respeto individual. Después del aliento venía el chantaje emocional y, muchas veces, la amenaza: ¡Con todo lo que me he sacrificado por ti! La Revolución le decía (y lo sigue haciendo) lo mismo a ellos.
Hace mucho tiempo murieron esas abuelas primeras que guardaron el equilibrio entre dos épocas. Las abuelas y abuelos que son ahora nuestros padres, desconocen por completo el funcionamiento de una máquina de coser Singer si es que ha sobrevivido a los embates de las mudanzas y el desprestigio. De manera que sólo nos queda evocar la memoria del sastre que, alguna vez, fijó la medida exacta de lo que éramos por nosotros mismos.

* Pier Francesco Orcini, conocido como Vicino, nació deforme con una giba que intentaba disimular con la ropa. Fue duque y mecenas italiano del Renacimiento. El escritor argentino Manuel Mujica Lainez lo recuperó literariamente en su célebre novela Bomarzo.