martes, 3 de enero de 2017

Yo no soy Fidel

Rudimentos de teología apofática para afrontar una crisis de identidad


Cabras
Para no asustar y en palabras más comunes: es más verosímil decir que Dios no tiene trompa, que decir que Dios tiene barba, aunque la imagen del anciano divino sea la que más lastre posee en el inconsciente colectivo de la humanidad. Es decir, siempre será cierto que Dios no es un elefante.
Pero más cierto aún es que la mayor parte de los que se dedicaban a “pensar” a Dios en la Edad Media, encontraron más seguro ponerle pelos en la cara que quitarle una trompa, lo cual demuestra que sus prédicas sobre el desapego material no estaban muy arraigadas en su espíritu. Dormirse con el pueblo iluminado por una hoguera y amanecer oliendo a chamusquina, solía ser un argumento convincente a la hora de mudar opiniones. No han cambiado mucho las cosas.
Luego me enteré que esa manera de elaborar sinsentidos místicos es parecida a la de una escuela filosófica del hinduismo, la vedanta, que utiliza la autoindagación para desaparecer como el papel higiénico de las tiendas cubanas. Según este método, hay que interrogarse profunda y sinceramente: “¿Quién soy yo?” Y por supuesto, responderse con la misma honestidad saliéndole al paso a cualquier manifestación contrarrevolucionaria del ego: yo no soy mi piel, yo no soy mis huesos, yo no soy mi pensamiento, yo no soy el pan de la bodega, yo no soy el pollo por pesca’o, yo no soy el picadillo de soya*… Yo Soy Eso que está más allá de los cantos de sirena del imperialismo, Yo Soy La Revolución y, como síntesis obligada: ¡Yo Soy Fidel!
Así queda impresa la duda primordial de la manipulación y el control: ¿quién es quién en este barullo?
El origen de las consignas en los regímenes totalitarios es bastante aburrido. Se genera cuando la necesidad entra en ebullición y precisa, como el acero fundido, ser encausada para que se enfríe y poder utilizarla en otros menesteres, golpear cráneos que contengan pensamientos independientes e ideas liberales, por ejemplo. Es más preocupante, en cambio, la repetición monocorde de las consignas, pues embriagan como los sonidos de los tambores brujos. Y peor: el tamaño del “mar de pueblo” que las repite. Por mucho que el pueblo sea ensalzado, es imposible saber el grado exacto del compromiso que poseen con lo que repiten. Nadie sabe quién participa de corazón y quién por obligación, quién por miedo y quién por curiosidad. Así queda impresa la duda primordial de la manipulación y el control: ¿quién es quién en este barullo? Y todos parecen unidos en una lucha común porque gritan la misma nota desafinada, y todos miran al frente, a la tribuna, para no pasar la vergüenza de mirar al que tienen al lado y preguntarse quién es, y encontrarse con que el que tienen al lado también los está mirando preguntándose lo mismo.
En la escuela nos hacían gritar con fuerza “¡Seremos como el Che!”, mientras imitábamos un saludo militar que nos dividía el rostro hasta ponernos bizcos mientras cantábamos el Himno Nacional. Era como la fábula del burro al que le cuelgan una zanahoria frente al hocico: comeremos cuando lleguemos. Tal consigna apunta a un futuro jamás consumado: seremos… Lo mismo puede significar que ese futuro no existe (no hay presente que lo demuestre hasta el momento), como que es un futuro tan pluscuamperfecto que no se podrá alcanzar ni aunque se inventen los viajes en el tiempo.
La cuestión política en Cuba es el Rubicón de cualquier ciudadano, río que muy pocos se atreven a cruzar desafiando al Senado vitalicio.
Ahora la consigna obligada es “¡Yo soy Fidel!”. No quiero ni imaginarme las contradicciones sicológicas que generará en nuestros hijos si, cambiando de palo pa’ rumba, se convierte en la segunda temporada de “¡Pioneros por el comunismo…!”, mientras firman el compromiso incondicional al concepto de Revolución. En pocos lugares las personas asisten en masa con sus hijos a firmar una sentencia como esa. La cuestión política en Cuba es el Rubicón de cualquier ciudadano, río que muy pocos se atreven a cruzar desafiando al Senado vitalicio. El Rubicón es el desafío al propio miedo, y quizás la mejor manera de vencerlo sea recordando que nadie se baña dos veces en el mismo río… sobre todo si se queda en la orilla.
Según el concepto propagado, Revolución es tener sentido del momento histórico. Como un Eclesiastés criollo: tiempo de instalar misiles nucleares soviéticos y tiempo de advertir sobre la extinción de la raza humana; tiempo de hablar de la religión como el opio de los pueblos, y tiempo de elaborar apologías culturales; tiempo de excluir homosexuales por considerarlos una aberración ideológica e incapaces de ser dignos representantes del “hombre nuevo”, y tiempo de admitirlos de la mano, por supuesto, de alguien de fiar; tiempo de eliminar el inglés para sustituirlo por el ruso, y tiempo de reponerlo y hacerlo obligatorio; tiempo de llamarle gusanos y escoria a nuestros amigos y familiares que optaron por largarse de Cuba, y tiempo de permitirles el regreso explotando los afectos con tal de que ingresen divisas frescas al país…
Efectivamente, no hay nada nuevo bajo el sol. Tal es el concepto de sentido histórico de esta Revolución: lograr que la gente insulte, apedree y le caiga a huevazos a su propia gente, si la circunstancia lo amerita. Ese fue el peligro latente que vi en la multitud que gritaba desaforadamente: “¡Yo soy Fidel!”
Pues yo no lo soy.

* El foráneo que no entienda esta terminología, tiene que ducharse un poco más en la historia no escrita de Cuba en los últimos años, la cual se absorbe perfectamente renunciando a su ciudadanía de origen y viviendo sólo de los productos racionados. Para esta especie de ordalía, no se admite la variante de tener amigos o familiares en el exterior. Si sobrevive… ya puede irse en paz.