lunes, 2 de enero de 2017

Confesiones de una vejiga iluminada

Hoy llegué al nirvana. Fue sencillo. Me había tomado par de cervezas y la compresión de la médula hizo el resto. Bebí con la codicia propia de quien teme que el agua se le fugue en espejismos.
Los espejismos fueron las puertas de los baños. Y sobre las puertas, las señales imprescindibles para obtener la certeza de que se trataba de baños y no de almacenes u oficinas. No estaba tan borracho como para confundir los muñequitos. Uno tenía falda triangular. Ese, obviamente y a pesar de las modas unisex, era el baño de las mujeres. El otro… El otro, por decantación, era el baño de los hombres. De cualquier manera, ambas puertas habían sido fabricadas por la misma polución de aluminio derretido. Podrían decirse gemelas monocigóticas, hijas perfectas de la misma placenta de bajo costo.
Tras ellas, según me contaron, idénticos lavamanos e idénticos inodoros. Incluso, idéntica suciedad.
Tras ellas, según me contaron, idénticos lavamanos e idénticos inodoros. Incluso, idéntica suciedad. Diríase que una misma persona se había regodeado en ellos una y otra vez. Tripa de pato les dicen por aquí, pero eso no es relevante para la historia que nos ocupa. Diferían (los baños), porque en uno podían encontrarse almohadillas sanitarias (usadas, por supuesto), y en el otro podían encontrase condones (también, por supuesto, usados). Sin embargo, para no hacer monótono el recuento, con frecuencia (con mucha frecuencia se diría), donde debían encontrarse almohadillas se encontraban además condones, y donde debían encontrarse condones se encontraban además situaciones muy incómodas, tener que orinar contra la pared, por ejemplo, haciéndose el ciego y el sordo para ignorar los quejidos que brotaban del inodoro de al lado, quejidos demasiado rítmicos como para salir de cañerías obstruidas. Eso me contaron, repito. Yo nunca pude entrar al baño, ni al del muñequito de la falda, ni al del muñequito sin falda.
...un sexo que ha pasado por el lecho de Procusto, recortado, mermado, disminuido a su minúscula función excretora...
Busqué desesperadamente al otro muñequito, el de las ruedas. En estos casos no importa si tiene falda. Sentado, el muñequito no descubre sus prendas pues las tiene colgando de tobillos asimismo invisibles. Sólo importa que tenga ruedas. Las ruedas lo trasmutan en andrógino, tomando aquí la androginia como un sexo que ha pasado por el lecho de Procusto, recortado, mermado, disminuido a su minúscula función excretora, obligado a la postura sedente, no como discreta militancia feminista, sino como realce de la comodidad para la fabricación de pensamientos. Véase, en todo caso, “El Pensador”, la célebre escultura de Rodin, que si la esculpió hombre contraído y estreñido, fue más por autógrafo que por biógrafo.
Nunca apareció el muñequito de las ruedas. Desde sus puertas, resguardando quejidos y almohadillas, el muñequito de la falda observaba al muñequito sin falda y ambos me observaban desde la altura homogénea de su indiferencia. La estética funcional del simbolismo no admite expresiones ni sentimientos, pero en ambos, no sé por qué, brillaba la misma sonrisa cuando vieron alejarse mis ruedas camino de la luz al final del túnel, fuera del recinto, dejando la huella de la apoteosis de mi vejiga, nirvana ineludible para mutar mi física discapacidad y orinar, como los perros, arrimado a la pared en plena calle.