martes, 10 de enero de 2017

Segundo encuentro con el agente Pepito

Tejano Sombrero Blanco
Esta vez el hombre se apareció en mi casa. El compañero tendría unos sesenta años maltratados. Además de los ojos claros en la tez mulata, llamaba la atención su sombrero blanco, estilo tejano. Parecía uno de esos guajiros que visten sus mejores galas para ir a la ciudad los domingos. Traía mi nombre y dirección anotados en una hoja arrancada de algún cuaderno escolar.
El que le falta una pierna, precisó. No soporto las consideraciones sobre lo obvio. Dirigí la mirada hacia el muñón de mi pierna derecha. Quizás había retoñado y no me había dado cuenta. Él me observaba con ojos de pavo, aunque me parece que los pavos no tienen los ojos azules. La verdad es que eso de “ojos de pavo” es una licencia mía. Lo más parecido a un pavo por aquí es lo que llaman guanajo, pero hubiera resultado ofensivo.
No lo invité a pasar, pero él entró. Los pasos falsos y la descarga de su cuerpo sobre el sillón me indicaron que el hombre estaba borracho, aunque no borracho perdido. Su ronda de preguntas, asimismo vacilantes, salió nimbada por el tufo del ron peleón que venden en la bodega de la esquina. Aunque guardaba sus preguntas en la memoria, el hombre parecía estar cazando objetos en una inundación.
Fue cualquier cosa menos un interrogatorio intimidante. Pensé que se trataba de un incauto voluntario de la ACLIFIM*, de esos que cobran la cotización, personas que regalan su rostro desconocido para, como se dice, dar la cara por una organización que no la tiene. El hombre preguntó qué me hacía falta, y yo no entendí nada. ¿Me hace falta qué? ¿Quién lo envía? ¿A quién representa? Además del trabajo para encontrar las palabras adecuadas, se notaba que no poseía muchas en su diccionario personal. No encajaba en el cliché de los incautos.
No enseñó el temido carné que lo acreditaba como legal indagador de la vida ajena.
Miraba la silla de ruedas, me miraba a mí y miraba hacia el interior de la casa. Luego volvía sobre lo mismo. Ese rejuego de preguntar sobre mis necesidades y preguntarle yo su identidad, se alargó el tiempo suficiente para que por fin encontrara una respuesta que le pareció un golpe de efecto para hacer temblar la tierra bajo mi silla y aflojarle las tuercas. “Yo soy de la Seguridad”, me dijo. Y parecía que disfrutaba más de la inflación de su ego, que de su pretensión por verme intimidado. Constaté enseguida que si se había demorado en soltar la frase, no fue para hacerla más contundente, sino para evitar el sacrilegio de pronunciarla con las imprecisiones fonéticas del alcohol, algo así como: Yo zzoi e'a Zzzeuriá. Estaba asistiendo al comienzo de un nuevo episodio de “La guerra de las galaxias”. Frente a mí tenía un Capitán Solo resucitado y resentido. Paradójicamente, a veces resulta caritativo darle el papel de buenos a los malos del cuento. No sabía que la Seguridad se ocupaba de esas cosas, le dije.
A mí me pidieron que viniera a verlo y le preguntara qué le hacía falta... Yo pregunté quién era el presidente del CDR, pero no estaba. ¿Quién es el presidente del CDR?, preguntó. Ni lo sé ni me interesa. Y por favor, cuando quieran algo de mí, pregúntenme directamente. Yo no creo en terceras personas, le contesté. El problema es que aquí hay que atender a los limitados físicos porque ellos tienen prioridad. Le agradecí en silencio que se refiriera a los limitados físicos sin incluirme, y comenté: Pues estamos muy jodidos, porque aquí nadie atiende a nadie. Me salió espontáneo. No me gustan las vulgaridades.
Transcribir el resto del diálogo envenenaría a todas mis musas. Borracho al fin y al cabo, repetía lo mismo una y otra vez e intentaba tomar notas en el pedazo de papel apoyado sobre su rodilla. Nunca se identificó formalmente.
No enseñó el temido carné que lo acreditaba como legal indagador de la vida ajena. No me dijo su nombre, pero sí me dijo dónde vivía. Parece que es el que me toca por la libreta de productos racionados, porque vive cerca de mi casa. Hablar de lo que era el antiguo Hotel Presidente, sólo le dice algo a los cienfuegueros natos. Ellos pueden dar fe de que estamos hablando de un recinto de mala muerte.
A nadie le gusta que le echen en cara su miseria, sobre todo si vive de convertir en miserables a los demás.
Sí, conozco el lugar. Es la cuadra que tienen cercada por las reparaciones del Hotel San Carlos, le dije. Fue mi error, pues ya estaba en pie para irse y se la pasó quejándose del daño que le hacía el polvo. No se me quita la ronquera, me dijo. Por eso tomas ron de la bodega. Con ese ron lo mismo se cuecen los intestinos que se destupen cañerías, pensé. Si se lo hubiera dicho, me habría convertido de verdad en el malo de la película. A nadie le gusta que le echen en cara su miseria, sobre todo si vive de convertir en miserables a los demás.
Fue patético, tan patético que decidí sorprenderlo en estos días haciéndole una visita. Estoy en construcción desde que nació mi hijo hace doce años. Sé lo que molesta el polvillo del cemento en la garganta. Y sentí pena por él. No es lo mismo el esfuerzo de construir para aliviar la vida de familia, que el esfuerzo de soportar que construyan a tu lado para mejorar la vida de los turistas.
Me dije que Pepito necesitaba una terapia para levantar el ánimo y dejara de prestarse para actos tan mezquinos, pero no se le pueden pedir peras al olmo, otra manera de resumir el precepto marxista que reza: De cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo.
Que la Fuerza te acompañe, le dije. Y enfundé mi espada de jedi.

* Nota. ACLIFIM. Asociación Cubana de Limitados Físicos y Motores.