sábado, 22 de abril de 2017

Las tetas de mi abuela

(No es continuación de los sastres, pero casi)


Mi abuela no es una Turista
Las abuelas fueron, sin pretenderlo, nuestras primeras disidentes, las incubadoras de los opositores de hoy en día. Si a estos les falta madurez, se debe a que fueron arrancados muy pronto de sus tetas pródigas.
Mi abuela, la única que conocí, murió hace años en otra latitud. Ni siquiera recuerdo qué edad tenía, y tampoco cuánto tiempo después del hecho concreto de su muerte llegó a mí el hecho concreto de saberlo. Mi padre dijo: Murió la vieja, y al decirlo vino a mi memoria la primera visita de mi abuela después que autorizaran los viajes de la comunidad. Se apareció con un pulóver en el que se leía: Yo no soy turista. Yo vivo aquí. Entonces no comprendí por qué mi padre se molestó por eso. El problema consistía en que la frase estaba en inglés. Por supuesto, cuando mi abuela regresó a Miami no me pude quedar con el pulóver.
Mi abuela tenía unas inmensas tetas de vaca dispendiosa, y la palabra 'tourist' de la frase le colgaba de un pezón a otro al estilo de esas pancartas que llevan en los desfiles diciendo 'abajo cualquier cosa' o 'viva lo que fuera'.
Mi abuela tenía unas inmensas tetas de vaca dispendiosa, y la palabra tourist de la frase le colgaba de un pezón a otro al estilo de esas pancartas que llevan en los desfiles diciendo “abajo cualquier cosa” o viva lo que fuera. Ahora me parece que fue su manera original de hacer una manifestación en las propias narices de quienes la habían rechazado durante años. Quizás por eso mi tío nunca se decidió a venir, ni siquiera cuando le advertimos que su hermano, mi padre, estaba enfermo. Mi padre, claro está, no tenía tetas, y si las hubiera tenido tampoco importaba porque mi abuela se había empinado toda la originalidad de la familia. Mi tío se contentaba con llamar por teléfono para preguntarle a su hermano por los conocidos de la niñez (casi todos muertos o emigrados) y por los edificios en los que estudió o trabajó (casi todos destruidos).
De estos últimos vale la pena mencionar su propia casa materna, casa que mi padre entregó cuando se marchó mi tío con su esposa y mis primas, y luego mi abuela con el resto de los viejos, entre ellos mi madrina, una viejecilla tierna a la que le encantaban los gatos. Porque sí, porque yo fui de los tantos que bautizaron a escondidas cuando ser creyente era pecado mortal para el sistema. Como muchas abuelas, la mía impuso su criterio amenazando pacíficamente con desarmar, miembro a miembro, los manuales de comunismo científico que encontrara en los libreros.
Pero hablaba de la casa. Se trataba de una mansión situada en los predios de lo que hoy es el Centro Urbano de Cienfuegos, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Al quedar deshabitada, mi padre, que siempre fue el rebelde de los suyos y por esos contrastes del balanceo generacional se convirtió en la oveja roja de la familia, entregó la casa al gobierno. Éste, que nunca ha sido tonto a la hora de “convertir en escuelas los cuarteles” y en residencia de dirigentes las mansiones de la otrora burguesía, convirtió la casa grande de mi niñez en la sede de la CTC* provincial.
De esa casa nos quedaron algunos objetos para perpetua memoria de lo que alguna vez fue nuestro. Recuerdo, entre otros, la ranita de porcelana de la fuente que estaba en el centro del patio y las guirnaldas del arbolito de Navidad que mi abuela siguió armando en la sala haciendo caso omiso de las prohibiciones. La ranita servía de adorno en una repisa, y las guirnaldas le prestaban sus colores a las fiestas del CDR en una especie de reciclaje ideológico.
Estos eran los objetos más visibles. Había otros, sin embargo, que se llenaban de polvo en el cuarto de desahogo, y yo me preguntaba qué sentido tenía haberlos conservado: el casco de bombero de mi abuelo, un cuchillo de boy scout de mi padre, el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que custodiaba la entrada de la mayor parte de los hogares cubanos… En un término medio se guardaba alguna vajilla, vasos y copas sobre todo. Con esos vasos casi aprendí a leer pues tenían una inscripción que pasaba ante mis ojos cada vez que me sentaba a la mesa: “¿Ha tomado usted Cristal últimamente? ¡Está como nunca!... Obsequio de Nicolás Prego, agente en Cienfuegos”. Es muy probable que mi gusto por la cerveza, provenga de esas lecturas gastronómicas. Excepto la ranita y algunos vasos, el resto desapareció de la casa después del divorcio de mis padres.
La mujer se mostró muy amable y la dejó entrar. No dudo que mi abuela le dejara algún regalito, aunque en ese tiempo los dólares americanos estaban penalizados. Lo cierto es que mi abuela regresó llorando y diciendo: '¡Han convertido mi casa en una cuartería!'
Vuelvo a la casa de mi abuela. En una de sus últimas visitas, se fue sola a caminar por su antiguo barrio e intentar descubrir algún vecino sobreviviente. Era domingo y había una mujer haciendo guardia en el sagrado recinto de los trabajadores. La mujer se mostró muy amable y la dejó entrar. No dudo que mi abuela le dejara algún regalito, aunque en ese tiempo los dólares americanos estaban penalizados. Lo cierto es que mi abuela regresó llorando y diciendo: ¡Han convertido mi casa en una cuartería!
Por suerte para ella, nunca vio hasta qué punto la destrucción se enseñoreó de la casona, tanto que los propios dirigentes sindicales tuvieron que abandonarla. Hace un tiempo me enteré que unos palestinos** se habían introducido en ella a la fuerza, y como medida coercitiva les habían interrumpido el fluido eléctrico para ver si se marchaban como mismo entraron. Ignoro cuál ha sido el resultado, al igual que ignoro si existe algún plan con esa casa por parte del gobierno o de la oficina del conservador de la ciudad.
Mirando hacia atrás, reflexiono sobre cuánto silencio familiar nos envolvió de pequeños. Me parece que, con rarísimas excepciones, fue el mínimo común denominador de mi generación, incluidos los que vieron a sus abuelas llenarse de telarañas a su lado. Yo nunca supe, por ejemplo, por qué mi abuelo carenó en Cienfuegos proveniente de la capital del país. Atando cabos sueltos, imagino que fue un problema de faldas. El hombre era bombero, buen tipo, de seis pies de estatura. Llegó, se instaló, y enseguida le echó el ojo a la vecina de familia pudiente que vivía entonces frente al cuartel de bomberos: mi abuela. Y ésta, mientras vivió en Cuba, tenía prohibido hablar de su vida anterior a la Revolución, pero la casa grande de mi niñez era lo suficientemente elocuente como para imaginarlo. Después, se fue del país, y el silencio que se instauró parecía de cementerio: ni abuela, ni madrina, ni tío, ni primas. ¡Nada!
Me llenó de tristeza saber que en una de sus llamadas, mi tío dijo que mis primas no se acordaban de nosotros. Y después de morir mi padre, alguien afirmó que mi tío había dicho: Se acabaron los Pinos para mí. Hace más de un año de eso y, efectivamente, no ha llamado desde entonces. Se mudó con una de sus hijas y hasta cambió de número telefónico. Yo no pierdo las esperanzas de visitar algún día los Estados Unidos y reencontrarme con esa parte de mi familia que desapareció sin dejar rastro. Y lo entiendo. Según me cuentan, a mi tío le hicieron la vida imposible antes de irse. Después, a la parte que quedó en Cuba la obligaron a romper relaciones bajo amenaza de ser considerada traidora, para luego recibir la orientación de acoger con los brazos (y los bolsillos) abiertos a los que vinieran. Sólo mi abuela, madre al fin y al cabo y con un nieto enfermo (yo), era capaz de dejar (más o menos) a un lado sus rencores ideológicos. A pesar de todo, pienso que mi tío hizo bastante con llamar.
A mi abuela todo le salía como quien sabe que debe amamantar al mundo entero. Ya he mencionado que al recuerdo y a la presencia ubicua de mi abuela les debo mi primera toma de conciencia y mis disidencias posteriores, aunque mi padre no estuviera de acuerdo. Sin embargo, ¿qué padre ha estado alguna vez de acuerdo con su hijo?
Mientras nuestros padres nos llevaban al sastre para equilibrar nuestros centímetros de más o de menos, las abuelas se iban a la práctica inmediatamente: Muy bien, querido nieto, ya están tomadas las medidas. Ahora tienes que desnudarte para que el sastre haga lo suyo. Ellas se encargarían luego de darle un toque renacentista imperceptible a la modernidad comunista de turno. Desgraciadamente, fueron silenciadas. No cuentan, por supuesto, aquellas que dedicaron sus costuras a fabricar boinas, zurcir estrellas e imágenes del Che, y elaborar trajes de miliciano para desfilar ante las tribunas en las forzadas marchas pioneriles.
Aunque monótonas y aburridas, esas marchas persisten. Es una moda varada en el tiempo que repite, una y otra vez, los mismos modos. Sólo hace falta que esos modos se desnuden y se abandonen entre las tetas pródigas de la abuela, aunque fuere en el recuerdo de su memoria disidente.

* CTC. Siglas de la Central de Trabajadores de Cuba. Organización representativa de los trabajadores organizados sindicalmente en la República de Cuba.
** Palestinos. Así se les llama a las personas que se mueven en la migración interna cubana. Se trata, sobre todo, de personas de las provincias de la zona oriental, que se trasladan hacia el centro y la capital del país, donde existe necesidad de abundante mano de obra. Se les dice “palestinos” por su facilidad para asentarse en cualquier lugar y sobrevivir entre cuatro paredes de tablas hacinados unos encima de otros.