viernes, 13 de enero de 2017

Breviario para infantes ingenuos

Habría amado la libertad, creo yo, en cualquier época, pero en los tiempos en que vivimos me siento inclinado a adorarla.
Alexis de Tocqueville.
Fábrica de Sarcófagos
Hablabas de tus sueños mientras ayudabas a mamá en la limpieza. En primer lugar querías la inmortalidad. El segundo me lo perdí cuando lanzaste un cubo de agua. En tercero, pues la bicoca de ser multimillonario.
Tales sueños se contraponen. Si fueras inmortal, no te importarían los millones porque el multimillonario pretende derrocar el paso del tiempo satisfaciendo todos sus caprichos peregrinos. Pero no hay que llegar a los extremos. No es malo tener dinero. No hay que asumir la tragedia del asceta porque diga que el dinero no puede comprar la felicidad. Los que enseñan la malevolencia del capital, generalmente viven con grandes cantidades e invierten otras tantas para alentar el sacrificio y el ahorro en aras de un bien mayor que coincide, casi siempre, con sus intereses de perpetuación.
El problema es que vivimos tan bombardeados por necesidades impuestas y accesorias, que hemos olvidado ser esencialmente inmortales y multimillonarios. Y eso no se descubre prescindiendo de lo que consideramos superfluo en un chispazo de burda iluminación, sino ubicándolo en el lugar que le corresponde. Basta identificar de qué o de quiénes somos dependientes de manera absoluta.
Estamos equivocados al creer que el culto a la personalidad reside únicamente en la erección de monumentos ecuestres y que sólo el paso de los años permite cortarle la cabeza a las estatuas si no nos la cortan antes a nosotros.
¿Qué pasaría con tu vida si desapareciera algún objeto que utilizas o alguna persona que frecuentas? Tanto mejor si la pregunta se refiere a aquello sin lo cual te parece que nada tiene sentido. Entonces desaparecería tu sueño de inmortalidad y dedicarías la existencia, por ejemplo, a perpetuar tu nombre haciéndote de algún poder que trates de eternizar a toda costa.
Y si continúas analizando el mundo con imparcialidad, te darás cuenta que los nombres que han perdurado fueron y son manipulados a conveniencia por los que hacen la historia pretendiendo esculpir en bronce sus propios capítulos, no importa que desaparezcan de la vida física dejando impresa su voluntad de no permitir que le rindan culto a su persona. Esa misma voluntad contiene el colmo de su tiranía mordaz: sólo quien se ha canonizado en vida, puede darse el lujo de anunciar pos mortem que no le rindan culto, ergo, pensó que lo merecería. Estamos equivocados al creer que el culto a la personalidad reside únicamente en la erección de monumentos ecuestres y que sólo el paso de los años permite cortarle la cabeza a las estatuas si no nos la cortan antes a nosotros. El culto también habita en la repetición de un nombre al que se le atribuya hasta la invención de las lágrimas. No las inventó, pero sí las propició.
Hijo, tienes que saber renunciar a ciertas acotaciones. La mentira no tiene vida en concreto. Necesita de una pizca de verdad para crecer y hacerse de una (supuesta) vida propia. Esa pizca sería el popurrí de citas que sirven de trampolín a los discursos, las mismas que te obligan a aprender en el colegio. Tales citas son las que no deberían significarse en ningún libro. Por eso la historia hay que leerla entre carcajadas para dejar a un lado su parafernalia de conveniencias y simulacros.
Los que no sobrevivieron, son los nombres que ilustran los libros de historia, los museos, los monumentos, los desfiles patrióticos, las escuelas, las fábricas de ataúdes…
Nunca aceptes la historia como verdad absoluta porque sólo persigue imponerte verdades relativas y oportunistas. Los famosos que te exhiben como héroes a imitar, en el mejor de los casos se entregaron a una causa que tal vez en sus albores disfrutó de intenciones loables y, por eso mismo, circunstanciales. Los que sobrevivieron al triunfo por el que lucharon, se transformaron en tiranos o en fantasmas desengañados por el anquilosamiento de su ideal. Los que no sobrevivieron, son los nombres que ilustran los tendenciosos libros de historia, los museos, los monumentos, los desfiles patrióticos, las escuelas, las fábricas de ataúdes…
Pasados cincuenta años, un prototipo relajante sería hurgar en los méritos de alguien para saber por qué le pusieran su nombre a la fábrica de sarcófagos de la ciudad. Ya sabes que en todo centro laboral existe un rincón donde se ilustra a los visitantes sobre el compañero que honra con su biografía al local y a los trabajadores. Desde luego, los más interesados en el producto terminado de una fábrica de sarcófagos nunca la visitarán cuando lo necesiten. Puede que alguno lo hiciera anteriormente, sobre todo si su oficio era la carpintería o la albañilería. Si después de muerto no puede quejarse porque el ataúd se desfonde, mucho menos se arrepentirá de haber comprado “por la izquierda” las tablas que necesitaba para encofrar una placa.
Me detuve a fotografiar la fachada de la fábrica e imaginé la siguiente historia: como el lugar está de camino al policlínico, pensé en alguna persona a la que trasladaban con urgencia por un fuerte ataque de asma y que intentaba atrapar desesperadamente el aire que se colaba por la ventanilla. De pronto, desfila ante sus ojos el cartel: “Fábrica de sarcófagos Victoriano Castro”. Acto seguido, para llenar el vacío de la pared aledaña, una cita con ínfulas: “Que la dureza de estos tiempos no nos hagan perder la ternura de nuestros corazones”. Luego imaginé que al enfermo lo remitían al hospital haciendo el mismo recorrido en sentido inverso. Primero vería la cita y por último el cartel con el nombre de la fábrica. A la tristeza de la muerte se le añadiría la tristeza de morirse con la propaganda de una fábrica de sarcófagos repletando su memoria. Quizás sea su titular quien lo espere en la luz al otro lado del túnel.
De manera que para ser inmortal y multimillonario, hijo mío, sigue ayudando a mamá en la limpieza de la casa.