viernes, 3 de marzo de 2017

Juanqui

-Segunda parte o The Long and Winding Road-


Viejo, el plan de las dictaduras es muy sencillo:
Privar de la condición humana a los que manda. Y es fácil.
Primero quita toda esperanza en el permanecer y segundo hace que todos
desconfíen de todos. Con estas dos metas cumplidas,
el propósito está logrado. Sin esperanza y sin confianza en el futuro
y tus semejantes no se puede reconstruir la sociedad que esperamos…
Juan Francisco Pulido.*
Mensaje enviado a su padre el 20 de noviembre de 2000.
Matarrata
Juan Francisco Pulido se suicidó en Minnesota en febrero del año 2001. Había partido hacia los Estados Unidos en 1999, luego que fuera expulsado de la universidad y resultaran infructuosas sus reclamaciones. También fue detenido por la Seguridad del Estado. Persona non grata y punto. Cambio y fuera.
Cuando su mamá, Elisa Martínez, regresó del sepelio en Miami, me visitó en mi casa pues yo guardaba reposo absoluto apresado en un corsé ortopédico y una minerva. En esa visita, no pude preguntarle detalles. Otra visita inoportuna tronchó nuestra cercanía.
Poco después, su hermano Carlos fue a verme. Me llevaba unos libros que Elisa me había dejado. Por él me enteré que sus padres se habían ido definitivamente. Pasarían algunos años antes de que pudiera reunirse con ellos. Puesto que, por muchas razones, me considero parte de la familia, le pregunté si sabía las causas de una decisión tan radical en alguien lleno de juventud, talento y futuro. Carlitos me dijo que Juanqui había sido violado cuando estuvo detenido, pero me pidió que guardara para mí la noticia. Nunca más he vuelto a verlos ni pude corroborar directamente algo tan terrible.
Lo cierto es que la noticia me estuvo quemando el alma durante diez años. Aislado del mundo en muchos sentidos, ignoraba que en Miami su obra de escritor en ciernes había sido bien acogida, que un artículo mío había sido publicado en una recopilación en su homenaje (“Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido”, de la Editorial Silueta), que su paso breve por la vida de la gente que conoció en los Estados Unidos había dejado la misma huella profunda que la que dejó en los que lo conocimos del lado de acá de esta dispersión sin sentido.
Pienso que negar los demonios que nos atormentan es peor que afirmarlos. Y hay cosas que merecen ser odiadas, no admiten ninguna edulcoración.
En el año 2011, la misma editorial publicó su antología personal “Es triste ser gato y ser tuerto”, una muestra de su obra narrativa y poética, y una estremecedora selección de su correspondencia electrónica. Tuve el privilegio de que su hermana, María Cristina, entonces en Cienfuegos, me regalara el primer ejemplar que le había enviado Elisa, antes de que se hiciera el lanzamiento en la sala “Félix Varela” de la Ermita de la Caridad en Miami. Dieciséis años después de su muerte, he accedido por primera vez a una grabación de la presentación del libro. Mi agradecimiento infinito a esta familia que tanto influyó en mi vida, y a los escritores que se preocuparon por dar a conocer la incipiente obra de Juanqui.
Según el prólogo del libro, Juanqui expresó a su familia en una ocasión: “Estos desgraciados me han destruido la vida, pero no los odio, porque el que obra el mal es más pobre que al que se lo hacen”. Mis largos períodos de crisis de enfermedad y mi predisposición al insomnio, me han dejado tiempo para hurgar en los sentimientos hasta el punto de hacerlos sangrar.
Pienso que negar los demonios que nos atormentan es peor que afirmarlos. Y hay cosas que merecen ser odiadas, no admiten ninguna edulcoración. Mis circunstancias no han sido las de Juanqui. A pesar de asistir desde la niñez a la paciente destrucción de mi cuerpo por una enfermedad mal diagnosticada y mal asistida, nunca he pensado en la autodestrucción. Sin embargo, no niego que puede ser una idea recurrida y recurrente en ciertos espíritus, una idea que primero se insinúa fugazmente, para luego ir ganando terreno hasta establecerse como solución.
No demonizo las ideas. Demonizo las ideologías que demonizan ideas, las que suelen generar la idea de muerte como única solución a su propio sinsentido, sino es que la ejercen directamente.
No demonizo las ideas. Demonizo las ideologías que demonizan ideas, las que suelen generar la idea de muerte como única solución a su propio sinsentido, sino es que la ejercen directamente. En eso no concuerdo con Juanqui. Yo sí odio la dictadura que nos ha separado de los amigos y de la familia. Y me siento en paz con ese sentimiento. Me siento en paz con mis demonios.
Es inevitable que recuerde, entonces, cada febrero, la muerte de este gran amigo. Ninguno de los que lo conocimos hemos podido volver a mencionarlo sin que se nos quiebre la voz. Por la pena y por la rabia.
Debo decir que no soy adicto a los cementerios como lugares de peregrinación sentimental, y es muy posible que esto se deba a mi trauma de estudiante cuando me obligaban a ir caminando hasta el cementerio de mi ciudad todos los años al comenzar el curso, para homenajear a los mártires del 5 de septiembre.
Sin embargo, en mi lista de deseos hay dos anotaciones fundamentales. Me prometí a mi mismo que si algún día viajaba a los Estados Unidos, tenía la obligación de dos visitas; una, a la tumba de Juanqui; la otra, a la abadía trapense de Getsemaní, en Kentucky, donde vivió Thomas Merton, uno de mis pensadores favoritos y sobre cuyos libros conversé con Juanqui en la biblioteca de la Catedral de Cienfuegos, valorando cómo un retirado del mundo era capaz de hablar sobre el mundo con tanta claridad. Después de haber vivido lo suyo, claro, o tal vez por seguir viviéndolo a su modo.
Pensábamos que todos deberíamos tomar distancia de la vida que vivimos habitualmente cuando las preguntas amenazan con sobrepasar las respuestas o cuando las respuestas amenazan con asumir el ridículo como traje definitivo. Hablábamos de tomar distancia momentánea, una distancia de segundos o de horas, si se quiere, pero una distancia que incluyera el respiro de las neuronas y de los sentidos, una distancia que dejara a un lado todo lo convencional, porque es lo convencional lo que nos ahoga. Es la rutina de los temores engendrados por la costumbre la que nos lleva de la mano hacia esa tumba colectiva que es la necesidad de congeniar con algún grupo.
En el último mensaje a sus padres, el 25 de febrero de 2001, Juanqui escribía: “Perdónenme. No encontré la luz al final del túnel. Siempre estarán conmigo no importa adonde vaya. Los amo…”. Pocos días antes, el 22 de febrero, en un mensaje a su mamá, añadía una posdata: “Dale felicitaciones a Pino y dale el e-mail para que me escriba”. Nunca lo hice y, como muchos, me he preguntado si tal vez hubiera desistido de su idea al intercambiar criterios. Hasta donde sé, suicidarse era para él un convencimiento, no una especulación.
Por mi parte, estoy convencido de que su muerte es uno de los puntales de la repulsión que siento hacia el depravado sistema en que seguimos viviendo... En efecto, querido amigo, es largo, muy largo y tortuoso el camino de vuelta a casa. Allá nos veremos algún día.

Nota. La foto que aparece en este artículo es de junio de 1994. Pertenece a un grupo humorístico que teníamos entonces llamado "Matarrata". El segundo de izquierda a derecha, es el autor. Juanqui es el tercero. Había sustituido a Jorge Coll, quien se había marchado del país dos meses antes. Fue el comienzo de la dispersión del grupo. Los otros son: Pedro Palau, Alejandro García y Armando Domínguez. En esa ocasión hacíamos una parodia de la novela japonesa "Ochín", muy popular en esa época.