Hace unas semanas, en la sección “Cuba Dice” de la
emisión estelar del Noticiero Nacional de Televisión (a veces soy un poco
masoquista), abordaron el tema del uso de las banderas en la ropa, objetos y lugares,
desde bicitaxis hasta puntos de venta de croquetas.
Quizás lo que molesta es la preponderancia del uso de
la bandera estadounidense, después de tantos años machacándonos con las
acechanzas del enemigo a solo 90 millas de nuestras costas.
Es muy fácil, contradictorio y oportunista, hablar de ignorancia, incultura y mala educación,
si junto con el discurso antes mencionado, se ha regalado también la imagen de
que somos el país más sabio, culto y educado de toda la galaxia. Sólo falta
decir que si existen los agujeros de gusano por los cuales, según los físicos
teóricos, se puede viajar en el tiempo, estos empezarían en Cuba. Así de
umbilicales solemos presentarnos. Allá los ingenuos turistas políticos que
desean trasladarse (también teóricamente), a este tipo de experimento social.
Los primeros, viajan por intercambio cultural y se quedan. Los segundos, se van en balsa y casi nunca llegan.
Lo cierto es que han estado coqueteando con el famoso
juego de la manzana prohibida, y ésta se les ha podrido entre las manos. Acusando
una tímida y frustrante propaganda a favor de la enseña nacional (se admite la
venta para la recaudación de divisas, pero cuidadito con exhibirla en
delantales, ceniceros y ropa interior), seguimos cacareando el discurso de la
dignidad y la cubanía, y apelando a Martí como autor intelectual de todas
nuestras escaramuzas políticas.
De pedírmelo, yo defendería a esos jóvenes fanáticos de llevar la bandera de los
Estados Unidos en cabezas, torsos y nalgas. Los defendería, porque ellos no tienen
la culpa de su apatía cubana ni de sus ingenuos fervores norteamericanos. Los defendería de la
misma manera que siento lástima por esa otra masa juvenil, “combativa y
revolucionaria”, que esgrime los versos y frases del Apóstol para darse la
exclusiva de pertenecer a una élite que sólo la utiliza para sus fines. Por
esas misteriosas razones de la vida, hay más probabilidades de encontrarse en
alguna calle de Miami a uno de esos
jóvenes que atruenan en un acto de reafirmación revolucionaria, que a uno de
esos otros que apelan a un anexionismo visceral sin saber ni siquiera lo que,
en esencia, significa e implica el término. Ni les importa. Los primeros,
viajan por intercambio cultural y se quedan. Los segundos, se van en balsa y
casi nunca llegan.
Desconozco si a Martí le gustaban los perros de
raza. Yo, definitivamente, y sin ser Testigo de Jehová, detesto las banderas. Y
aunque me gustan los perros chulos, prefiero a los gatos.