viernes, 17 de febrero de 2017

Teoría (particular) de la relatividad

Einstein en el malecon de Cienfuegos
Esa noche el discurso se extendió. Sentíamos el rumor lejano de la fábula, el regaño y los aplausos, tan lejano como para no precisar las palabras, los mandatos y el optimismo acuoso. Terminamos sentados en la acera, recibiendo el fresco del mar cercano y la claridad de la luna llena. Nuestro hijo arriesgó algunas objeciones, pero al fin se durmió esgrimiendo el apacible sueño de la inocencia.
Mientras tanto, en la bodega vendían ron peleón, una burla a las exquisiteces de los catadores. Adulterado, pero con la fama de ser el menos adulterado de la zona. Una ventana común sirve de estanquillo y el guarda nocturno hace de mesero. Tarde ya, había tres borrachos, uno de ellos guitarra en mano y voz de pato con gripe. Frecuente en el contexto es aquello de “los gallos me dan dinero y las mujeres me lo quitan”. El de la guitarra cantaba, otro trataba de seguirlo arrastrando las sílabas categóricas, y el tercero asentía incapaz de pronunciar palabra. Este último llevaba consigo tres bolsas de plástico atesorando los mandados de la bodega*, la ración obligada del raciocinio obligado. Tenía la certeza plena de que se trataba de los mandados porque mi esposa los había “sacado” ese día, de modo que “tocaban”. Sabe Dios si en casa de este hombre lo esperaban para completar la cena. Sabe Dios si habían dejado de esperarlo.
Aquí nadie se muere de hambre, pero todos tienen hambre. Aquí nadie se queda sin comer, pero todos desean comer “otra cosa”, cualquier cosa, pero “otra”. ¿Puede que sea esto un burdo reflejo del anhelo por lo trascendente? Si los niños enfatizan su agresividad comiéndose las uñas, los hombres en general pueden actualizar su glotonería mística a través de la inconformidad, una inconformidad a tono con las circunstancias y buscando su más autóctona expresividad en el acomodo del silencio que impone la miseria de lo equitativo que asesina la dignidad del individuo.
Lo peor, quizás, es el gusto morboso del pueblo por la agonía, su disciplina agónica, su quejido bien delimitado.
Mi esposa está inconforme. A veces creo que se trata del resquemor idiosincrático por ser mujer, por verse obligada a jugar el rol de mujer, digan lo que digan los manuales socialistas con sus paradigmas koljosianos que siguen en plena vigencia aunque estén disfrazados de Chanel. Papeles prefijados, muchos papeles prefijados. No hay página en blanco. Demasiadas convenciones que nadie respeta y que no por eso dejan de ser efectivas. Excesivos acuerdos tácitos de infidelidad. El mejor actor es el mejor imitador, el que con facilidad capta la esencia de un estereotipo y lo recrea para convertirse en prototipo de la realidad, de una realidad no realizable.
Al otro día comprobé que, en efecto, todos los ambientes chapoleteaban en el discurso. Yo trataba de sacar en limpio una conclusión, si no definitiva, al menos con una provisionalidad higiénica para el futuro de ahora mismo, el de la merienda que mi hijo llevaría a la escuela para digerir someramente el abstruso contenido de las clases de cívica. ¿Qué hacer con los dólares “de verdad” que enviaron los amigos? ¿Qué hacer con nuestra anoréxica moneda?...
Tema obligado e impuesto, una crucifixión social que no da con sus huesos en ninguna cueva histórica. Nadie tiene interés en quebrarle las piernas al pueblo para que exhale su agonía. Lo peor, quizás, es el gusto morboso del pueblo por la agonía, su disciplina agónica, su quejido bien delimitado. Sí, el dolor es un negocio, por eso la misericordia (léase internacionalismo proletario si se quiere) es un velo de transparencia dudosa e interesada. Una mezcolanza de hiel con parásitos. El hígado segrega bilis. Ser bilioso es ser esencialmente hepático. Nosotros somos un pueblo hepático, digan lo que digan los socialistas en sus manuales. Recuérdese que un socialista es aquella persona que cree poder decidir mejor lo que es bueno para los demás. Por eso un socialista no se arrepiente nunca, compañeras y compañeros.
El arrepentimiento necesita la plenitud del reconocimiento, y el reconocimiento… pues un mea culpa que, hasta el momento, ningún discurso de nuestros dirigentes ha pronunciado.
El arrepentimiento no puede acompañarse de aversión. Yerra el más pinto porque nadie sabe de caminos concretos. Acaso la obstinación en la existencia de esos caminos sea el subterfugio de un vagabundeo sutil, el corro al que nadie quiere renunciar porque todo lo recto es fastidioso. Nadie renuncia al fisgoneo de lo adyacente. Lo eventual es el empeño en lo hierático de los pies enrumbados hacia la fuga, no importa a dónde.
El arrepentimiento necesita la plenitud del reconocimiento, y el reconocimiento… pues un mea culpa que, hasta el momento, ningún discurso de nuestros dirigentes ha pronunciado. La continuidad del movimiento del péndulo no sabe del tic tac tic tac tic tac. Un toc o un tuc serían una extravagancia del sistema, un resorte esgrimiendo su libertad, una hora loca que codicia saberse tiempo y salirse del tiempo. Todas las horas son enfáticas: la una es una, las dos es dos, las tres es tres… A la una jamás se le ocurriría callarse a su hora o gritarse a sí misma como fuera del día convenido. La una jamás gritaría a su hora: “¡Soy la una!” Diría “una” con la cadencia necesaria para que las dos diga “dos” con la cadencia necesaria para que las tres diga “tres” con la cadencia necesaria… Quizás el conflicto mayor lo sufre las doce que tiene que decrecer y recomenzar el ciclo: tic tac tic tac tic tac… No es fácil decir “doce” con la cadencia necesaria para que después resuene “una” sin voracidad de infinitudes. Y cuando el péndulo desista de su perpetuidad… no os preocupéis: tenemos suplentes digitalizados. En última instancia, ya sabremos cómo edificar pirámides, que no es tan peliagudo enterrar una vara en la crecida para ensombrecer el mínimo espacio de la circularidad del tiempo y encerrarlo en pedazos bien simétricos. Todos somos ptolemaicos recalcitrantes, todos somos umbilicales por excelencia. Quien más poder tiene, más ombligo es. “¡Eh, tú, maldita víscera!” Tal es la esencia de un discurso. ¿El corazón?... ¡Oh, no os engañéis! El corazón sólo hace tic tac tic tac tic tac…
Hepáticos, al fin y al cabo, ni siquiera somos peripatéticos, viajando como vamos en la cola del tren donde Einstein comprueba, tiempo en mano, que los pájaros de la historia vuelan a despecho del arrepentimiento.

* Mandados de la bodega. Escasos e insuficientes productos que se venden por la cartilla de racionamiento.