viernes, 3 de febrero de 2017

Café de hormigas que cabalgan

(Incluye recuento sedicioso)


Mujer Perro y Cerveza
Las hormigas me asaltaron anoche en una nueva escalada de violencia doméstica. Siempre lo hacen en mi único pie, como si adivinaran que allá no tengo acceso para destruirlas. Se acomodan entre los dedos meñique y anular, vaya preferencia, o entre el tobillo y la almohada. Pero nunca ascienden por la pantorrilla. Quizás les moleste salvar la pelusa de mis piernas (a veces el plural es fantasmagórico). De cualquier modo son antojadizas y desvelan mi sueño, que siempre es frágil.
El short que me pongo al levantarme lleva una semana evaporándose en el cordel de la terraza. No llevo la cuenta para anotar en un cuaderno de errores ni para cebar la ojeriza. Sólo he visto cómo los diligentes insectos aprovechan cualquier senda y lo exploran todo. Ya deben saber que en esas prendas encuentran siempre alguna preciosa miga escapada de mi ineptitud para abrir la boca el tamaño adecuado para que la totalidad del mordisco se adentre en mi estómago.
...y se acogen a la rigidez de mi mandíbula cual veneradoras de los restos de algún mártir perdido en la leyenda de los siglos.
Las hormigas tienen fama de transmitirse códigos escuetos y precisos para encontrar lo necesario. Entonces hacen la travesía siguiendo los mismos pasos que sus antecesoras como peregrinos cumpliendo la promesa del viaje a un santuario, y se acogen a la rigidez de mi mandíbula cual veneradoras de los restos de algún mártir perdido en la leyenda de los siglos. Un poco más: se apropian de la migaja y dejan su huella en forma de agujero en la tela en perpetuo memorándum de prodigios. Los panes y los peces se multiplican cuando uno ha dividido su fortuna. El maná cae del cielo cuando la tierra es árida y clama la protección de su desamparo. Siempre es la ofrenda de la carencia la que propicia la abundancia: volverse nada, convertirse en la misma tierra y esperar pacientemente el deambular de una nube cargada con los suspiros de otros lares.
La veo mucho por este lugar acompañando a los vendedores de celulares, gafas de sol, viagra y alguna que otra chica sin demasiadas exigencias: ella misma.
Las hormigas se han cebado en mis muslos y testículos durante la mañana mientras estuve sentado en la cafetería conversando con una jinetera. Digo conversando como quien revisa el expediente de un recluso que opta por su libertad condicional. Ni fea ni bonita, más bien baja, 19 años, mulata, un tanto ñata aunque no simiesca, fanática (en realidad dijo “cardíaca”) a la cerveza Bucanero (en menos de una hora se bebió tres sin levantarse para ir al baño)… La veo mucho por este lugar acompañando a los vendedores de celulares, gafas de sol, viagra y alguna que otra chica sin demasiadas exigencias: ella misma. Se interesó por la rigidez y la mutilación de mi cuerpo. No concebía que estuviera casado y con un retoño inscrito en mi heredad. “¡Guao -exclamó al ver la foto que exhibo como carta credencial del prodigio de la vida-, parece un yuma!” La escasez de referencias es pobreza de experiencias.
Me concedió poca información sobre sí, no por recato, sino por penuria: bebe mucho, orina y duerme poco, tenía dolor de ovarios en el momento de nuestra charla entrecortada por las llamadas a su móvil, aún no le había comprado un regalo a su papá (creo que por el cumpleaños), y todo un etcétera macilento y baladí. Es muy probable que la oferta de su personalidad se reduzca a un instintivo manejo de sus genitales, a la capacidad ventrílocua de sus labios mayores y menores los cuales, quizás, mantengan entre sí un diálogo más elocuente que el que puedan propiciar las predecibles circunvoluciones de su cerebro.
Allí la dejé, acompañada de una colega aún más desvaída, y despejé la desazón de mis caderas (por las hormigas) contemplando a un perro que respiraba agitadamente el desconsuelo de su abandono y de su muerte pronta, arrimado al contén de una acera cualquiera. Lamenté mi lejanía, mi incapacidad para acuclillarme como un aborigen y acariciarlo y hablarle en el oído y calmar su tránsito y sacudirle las hormigas de las llagas.
Llegué a casa y besé a mi perra en el hocico y agradecí al instante en que apareció ante mi vista y la salvé de la sarna y la tristeza. Fui hasta la terraza y me entretuve desmigajando un trozo de pan sobre la ropa que se evaporaba tendida en el cordel.