Uno de los hechos que marcó mi vida definitivamente, fue la tiradera de huevos a la “escoria”. Desconozco si es cierta la famosa anécdota que narra el retorno (de visita, claro) de uno de esos repudiados y el regalo que le hizo al presidente del CDR, cabecilla rastrero de su vergüenza pública, de un cartón de huevos que, desde entonces, no son tan abundantes.
Siempre he pensado que las gallinas han tenido más conciencia cívica que el “pueblo en general”. Lo peor de todo es que esos mismos esbirros han tenido la desfachatez de decir que no podían hacer otra cosa porque su familia, su trabajo y su estatus estaban amenazados. Un burdo remedo de aquello que dice que tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le aguanta la pata. Las reses, como las gallinas, también han tenido su orgullo y, a su manera, han dicho con parsimonia de rumiantes: “Yo no soy Fidel”. Y por supuesto, tampoco la Revolución ni el concepto impuesto como un dogma ni el desprestigio de los próceres haciéndolos responsables de una continuidad cuyo principio es bien dudoso. Desgraciadamente, la perspectiva histórica que pueda tener mi nieto o mi bisnieto, goza más de la comodidad de los asientos de las cátedras que de la vivencia encarnada de esta realidad nuestra que dura ya más de cincuenta años.